Los recuerdos pueden llegar a desbancar las vivencias. Las estancias efímeras y puntuales en otro país siempre suenan a paréntesis, a domingo sin despertador, a mes de agosto perezoso y de aparcamiento fácil en la ciudad que se derrite. Recorrer calles y paisajes no habituales es como ahuyentar fantasmas (y ácaros) con un movimiento seco y contundente de la sábana, para dejarla caer como una caricia ordenada. Especular con los colores que uno ha visto lleva a querer sacar una goma de borrar (sí, Milan con sabor a nata, que uno se las comía años ha) para reconvertir el paisaje en blanco y negro, para quedarse con los detalles, con los contrastes, con las sombras, con los recovecos de la luz y con la intensidad de la vida sin distracciones visuales. Da igual que sea ante un castillo escocés, un café romano, un barrio rosado indio o la selva guineana. Que sí, que da igual, que uno se aleja del cuadro, mira como un director de cine que encuadra realidades falsas y se pone la coraza de la distancia. Pero es imposible. Ni eliminando los colores consigo quitarme Guinea de la cabeza. Maldito arco iris.
sábado, 20 de noviembre de 2010
Ni eliminando los colores
Los recuerdos pueden llegar a desbancar las vivencias. Las estancias efímeras y puntuales en otro país siempre suenan a paréntesis, a domingo sin despertador, a mes de agosto perezoso y de aparcamiento fácil en la ciudad que se derrite. Recorrer calles y paisajes no habituales es como ahuyentar fantasmas (y ácaros) con un movimiento seco y contundente de la sábana, para dejarla caer como una caricia ordenada. Especular con los colores que uno ha visto lleva a querer sacar una goma de borrar (sí, Milan con sabor a nata, que uno se las comía años ha) para reconvertir el paisaje en blanco y negro, para quedarse con los detalles, con los contrastes, con las sombras, con los recovecos de la luz y con la intensidad de la vida sin distracciones visuales. Da igual que sea ante un castillo escocés, un café romano, un barrio rosado indio o la selva guineana. Que sí, que da igual, que uno se aleja del cuadro, mira como un director de cine que encuadra realidades falsas y se pone la coraza de la distancia. Pero es imposible. Ni eliminando los colores consigo quitarme Guinea de la cabeza. Maldito arco iris.
jueves, 11 de noviembre de 2010
La imagen que no tengo
No es que no encuentre palabras. Ahí están, y sólo hace falta recogerlas, darles forma, alinearlas, obligarlas a transmitir algo. No es que no encuentre imágenes, es que hay una que no tengo. Bueno, sí en mi memoria, instalada y con tendencia a regresar de vez en cuando. Os cuento: la carretera que une dos barrios de Evinayong. Sobre las diez de la noche. Y muy negra noche. Conduzco el todoterreno de Sara para acompañar a alguien. Un par de curvas antes del control militar (uno algo molesto, dentro de la propia ciudad), los faros, altivos y contundentes, del coche enfocan el rostro de alguien plantado en lo que podría aspirar a ser un proyecto de arcén. Unos focos que deslumbran, molestan, deben obligar a cerrar los ojos, echar la cabeza para atrás y levantar las manos. Pero esa figura no. No cierra los ojos, no ladea la cabeza, no levanta las manos. Sus ojos parecen clavarse en los míos, aunque seguramente mira sin mirar. Un hombre, todo pintado de blanco, que no parpadea, que parece fuera de este mundo. Inquietante, extraño, una especie de angustia que, de forma recurrente, se ha colado en mis sueños los últimos meses. Supe después que se trataba de alguien realizando un rito iniciático en una curandería. Supe después que estaba fuera de si. Pero supe también que esa imagen que no tengo navega por mi mente, como un monstruo de esos que creamos para fastidiarnos a nosotros mismos. Pero sin crearlo. Muy real. Unos ojos en una curva. Que no parpadean.
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