Unos
personajes que dicen que crecen y enfundados en uniforme verde y blanco cruzan
cada día los patios de la escuela Buen Pastor. Van de las aulas de pre-escolar
a la salida, pasando por delante de las aulas de primaria y secundaria. Y
claro, la curiosidad puede. Uno de esos personajes verdes, hace unos días,
desvió su camino para "colarse" en una de las aulas. Vacía. Con el
eco todavía de decenas de voces entrelazándose. Con algún resto rebelde de
punta de lápiz (perdón, lapicero en Guinea) dibujando un extraño volcán de
cráter azul o verde y ladera así como...como lapicera, claro. Pues bien, ese
personaje verde fijó su vista en un cachito diminuto, casi invisible, de tiza
en el suelo. Tiza blanca. Tiza escuela. Tiza pizarra. Tiza fecha. Tiza nombre
de los que hoy no han venido. Tiza del día, ya sea soleado, ya sea nublado.
Tiza de la de toda la vida. En plena era de pizarras digitales, el personaje
verde que lleva semana y poco en la escuela (y sin haber, todavía,
experimentado el roce de la tiza en el encerado) se adentró en la selva clase,
sin machete, para recoger su particular Eldorado, su tesoro . Tampoco crean que
al verse sorprendido huyera despavorido o saltando hacia algún acantilado
imposible como Jack Sparrow. Para nada. “Quiero escribir mi nombre”, dijo.
“¿Pero tú sabes?”, pregunté. “Mmmm...no”. “¿Qué tal si me lo dices, lo escribo
y tu lo copias?”. Y me lo djo. Y lo copió. Y resulta que el personaje verde
(diluido entre otros personajes verdes) ya tiene nombre. José Antonio. Aunque él escriba Iovi. Debe ser en el idioma de los personajes verdes.
lunes, 24 de septiembre de 2012
jueves, 20 de septiembre de 2012
Escuela (2) Diferentes, afortunadamente...
Cuando uno está solo consigo mismo, aislado, encerrado en su burbuja, resulta que todos tenemos el mismo nivel en cualquier área que queramos inventar. Yo juego a fútbol igual de bien (o de mal, mejor dicho) que yo mismo; cocino igual que yo mismo; diseño naves espaciales igual que yo mismo; leo igual que yo mismo, o compongo fugas barrocas (¿eso existirá?) igual que yo mismo. El "problema" (así, entrecomillado como queriendo decir que, en el fondo, no es un problema, pero bueno...) es cuando me junto con alguien más, ya que casi seguro que juega, cocina, diseña o compone mejor que yo. En lo de leer, igual empatamos. Y cuando se trata de un grupo, las diferencias ya son de esas multicolor. Así digo (como diría un guineano). Y eso, claro, pasa en una clase escolar, donde los ritmos, las capacidades, las posibilidades, los niveles de atención, los problemas de aprendizaje, lo que sea, son distintos. Y ahí, empieza la tarea de detectar, de asegurar puntos de apoyo a los que se van diluyendo en las aguas del famoso grupo clase. Afortunadamente, dijo alguien, todos somos distintos. Y, afortunadamente, existen niños como Alexia, como Denise, como Marcos, como Catalina, como Eugenia, como...
miércoles, 19 de septiembre de 2012
Escuela. Y activa...(1)
En la escuela Buen Pastor de Malabo, casi 700 de esos uniformados personajes, desde los rostros todavía desubicados de pre-escolar a los ya afianzados de Bachillerato, ya están en eso que Josefina Aldecoa definía como “avanzar, vibrar, aprender”. Y ese, es el verdadero milagro de esta profesión...
domingo, 16 de septiembre de 2012
Nil, claro
Nil suele poner caras extrañas a la hora de mirar a cámara, aunque en alguna valiosa excepción se limita a eso, a mirar. Nil suele repetir que no ha llegado a Guinea hasta que está en Evinayong, como el que no cree que ha llegado a su ciudad hasta que se encuentra en casa. En Evinayong, de hecho, ha pasado ya cinco meses de su vida; y eso, en 12 años, es un porcentaje de peso. Pero los vínculos no se miden por el tiempo, y él lo hace por vivencias. Por horas en la selva o la ciudad hasta que la noche avisa que ya, que se acabó la jornada. Por la formación diaria antes de entrar a clase (y con canto del himno guineano incluido, un himno que suele tararear, sin darse cuenta, en otros momentos). Por las aventurillas que, al más puro estilo Tom Sawyer, puede contar acerca de machetes, serpientes, árboles, chinos, coches cargados hasta los topes, niños, niños y más niños. Por la ausencia de internet y televisión, que hasta la encuentra terapéutica y todo. Por las amistades. Por su tocayo Nil, que a sus tres años apunta maneras. Por historias al lado del río sobre sirenas que se esconden en los recodos. Por coches de médula de caña. Por vivir. Por cañas de azúcar que matan el hambre durante el día. Por todo eso, vaya.
jueves, 13 de septiembre de 2012
Esperanza y Alia
La contrastada y mezclada Malabo obliga a pensar en la lejana Evinayong (que si hay que ir que hasta el continente, que después unas horas de camino hacia el interior, y todo eso) como en otra Guinea dentro de Guinea. ¿Cuál es la real? Tampoco sé que importancia tiene eso, pero cada ciudad, cada poblado, cada rinconcito donde uno ha depositado parte de su tiempo y hasta de su mirada, adopta rostros distintos, nombres que espera ya nunca más borrar de su mente. Esperanza y Alia son dos de esos nombres y rostros. La primera, esboza una sonrisa de vez en cuando. La segunda, deja de hacerlo de vez en cuando. Esperanza carga a sus hijos Lydia y Wilsi con pericia de prestidigitadora. Y a Alia le interesa hablar de literatura, con curiosa curiosidad, si es que esa redundancia absurda se permite. Esperanza suele mirar hacia la nada, aunque no se da cuenta. Alia suele bajar la mirada. Y así...
lunes, 10 de septiembre de 2012
Calles dentro de calles
Quizá parezca que no se ponen de acuerdo. Cuando Javier Simpampa abre los ojos, Elías Ebulabaté los cierra. Que sí, que no deja de ser ese fragmento efímero de vida cuando el párpado decide que hay que bajar, imperceptible. Javier y Elías conocen las calles de Malabo. O mejor dicho, conocen las calles dentro de las calles de Malabo. Conocen los mares de barro y los mares de tierra, afluentes de las vías principales, de eso que llaman la ciudad contrastada. Y las recorren, las corren, las pisan, las repisan. De igual manera, conocen cada vida de todos los jóvenes de la iglesia bautista de Malabo. Las suyas propias, puro testimonio. Sus ojos, acostumbrados a adentrarse en calles dentro de calles, a afluentes poco iluminados, pero que una vez se sabe el camino tampoco hace falta. Semu, Ela Nguema, Campo Yaoundé o Los Ángeles. El nombre del barrio, como que poco importa. En cada uno de ellos las conversaciones se van entrelazando como los mismos cables de luz que amenazan con mantenerse; en todos se respira el ambiente de mercado, de mamás vendiendo pasta de cacahuete o fruta, de alitas de pollo asándose tan tranquilas en una pequeña parrilla, y también en todos la vida parece detenerse para adaptar la vista a la luz de una lámpara de bosque. Quizá es por eso que uno cierra los ojos cuando el otro los abre. No sé.
sábado, 8 de septiembre de 2012
Cuentan que hay un volcán
Cuentan que ahí hay un volcán que, de vez en cuando, se asoma. El Basilé. Cuentan que, una vez, los más ancianos del lugar decían que se lo habían llevado. Cuentan que, en realidad, no existe. Cuentan que esa bufanda de nubes eternas, tejida de forma clandestina, no es más que un dibujo en el cielo, una fábula, una pincelada imaginada. Cuentan que se vio a alguien armando el volcán con sus propias manos, llevando tablas, chapas, nipas y hasta algunos clavos. Y pintura, claro. Cuentan que, desde entonces, nadie ha subido, nadie ha asomado la cabeza a su cráter, nadie ha jugado a crear eco con su voz. Cuentan que el volcán, que vacila con cada tormenta que atrae, se dedica a vigilar a los habitantes de Malabo y hasta de media isla de Bioko, de su tierra roja y negra. Vigila en silencio, en penumbra, entre la niebla, bajo ese manto plomizo y gris cobalto que se fusiona con el horizonte del mar. Cuentan que algunos barcos cargueros sólo están allí para señalar la frontera. Y cuentan que con su hermana gemela, el volcán Victoria en Camerún, pasó algo parecido. Pero esa ya es otra historia.
martes, 4 de septiembre de 2012
Margarita: ser sal y ser luz...
Margarita está. Siempre está. Aunque parece que no. Aunque su mirada, tímida y con un deje de aparente tristeza, indique que se encuentra en otro lugar. Pero está. Aunque hablando con ella uno tenga la impresión que su mente navega por tierras lejanas, escondidas. Pero está. Margarita es maestra de primer curso en la escuela Talita Cum de Evinayong. Y es una gran maestra. Creativa, activa, didáctica y paciente. Su curso es, sin duda, el más difícil, el de la transición del pre-escolar a la primaria, de la zona de comodidad de ser un niño pequeño a tener que aprender a leer y escribir. Y Margarita no se conforma con esa lectura que consiste en descifrar esos códigos que llamamos letras. Ella pelea para que sus alumnos lean, disfruten leyendo, entiendan lo que leen. La pequeña biblioteca de la escuela la conoce palmo a palmo, y no es extraño encontrarla sentada en el suelo y con una pila de libros a su lado, donde encontrar historias, fichas, cuentos. Recursos, al fin y al cabo. Recursos que en la iglesia también le sirven para ser sal, para ser luz, para ser un testimonio constante con su vida.
Hay quien echa en falta a la gente más abierta y que todo lo llena con su presencia. Está bien. Yo suelo echar en falta a la más discreta, a la que parece que no pero resulta que sí, a la que desafía supuestos códigos basados en apariencias que, a menudo, se diluyen en la niebla. En Malabo (llevo ya semana y media en la escuela El Buen Pastor) el ritmo es otro, en una ciudad de ritmo africano (en todos los sentidos) y mezcla de bubis, fang, kombes, criollos y con el pidgin (esa mezcolanza de inglés con español y lenguas locales) como lengua tan común como el castellano. Ese ritmo que todo lo engulle dificulta parar a pensar en aquellos a los que uno echa en falta. Hablar un rato por teléfono con Lydia y Nil es un lujo que algo lo calma. Pero ver la escuela y la iglesia de Malabo es pensar rápidamente en Margarita y en cómo ella organizaría esa clase de primero, cómo iría conociendo niño por niño, cómo seguiría siendo el mejor testimonio del mundo.
sábado, 1 de septiembre de 2012
Ser mayor, ser sabio
La etiqueta de Tercera Edad (no sé por qué lo escribo en mayúsculas) o de vejez la suelo asociar a olvido, a llegar a una frontera en que la edad es como una barrera. En Guinea, ser mayor equivale a ciencia de ancianos para allanar el futuro, a sabiduría, a respeto, a prioridad. Las pieles resquebrajadas, gastadas por el tiempo y el trabajo, no se apartan. Cada pliegue puede ser una respuesta, un cuento cuando el sol, sin avisar ni nada, desaparece para bajar el telón de la oscuridad. Cada año de más es ventaja que se toma ante los jóvenes presos de la inconsciencia, de la impunidad de la ignorancia.
viernes, 31 de agosto de 2012
Nombela
De apellido como africano (de hecho, con un tono entre bubi y fang), pero más albaceteña que una navaja. Marta ha estado un año viviendo, compartiendo, trabajando en Malabo, la ciudad que el líder de jóvenes de la iglesia bautista, Elías (bueno, él prefiere Ebulabaté), llama la ciudad contrastada, que ya me suena como a título de novela y todo. Este año termina en un mes, una cuenta atrás en la que prefiere no pensar. De sonrisa permanente, cantinela constante (no se da cuenta, pero va tarareando no sé qué) y energía de esa que dura y dura, se metió de lleno en el pre-escolar de la escuela El Buen Pastor (cantar sobre cómo está el día o zambullirse en coloridas fichas de pre-escritura ya forma parte de su día a día), aunque también ha dado clases en secundaria. Otro reto ha sido coordinar un taller de música en la iglesia, donde los jóvenes forman una verdadera jam, un quinteto de jazz con capacidad para improvisar, crear ritmos o seguir el que otro marca. La batería de Javier (ortodoxa y eficaz) o el don musical de Fabrice (un loco a las baquetas, los teclados, las cuerdas o lo que le echen) se han encontrado con alguien que les ha hablado de pentagramas, notas y hasta del control de la respiración. Todo suma, vaya.
jueves, 30 de agosto de 2012
Oro colorado
El océano, tímido y descarado a la vez, redibuja el
perfil de Guinea Ecuatorial con las mareas, caricias de mar que dejan al
descubierto una sinfonía de texturas y colores, de grises cobalto y azules que
huyen, de verdes intensos y negros ébano. A primera hora de la mañana (pongamos
entre las 7 y las 8, esa indefinida y usada “mañanita” guineana), los
pescadores combe regresan con su botín. Pueden pasar una o varias noches en el mar,
pescando y durmiendo en un cayuco que, una vez varado, nos parecerá casi un
objeto gigante de artesanía, un tronco vaciado y trabajado para armar uno de los
más resistentes botes que existen, esos que relacionamos con exhaustas llegadas
a fronteras de blancos. En ese botín, la joya más preciada es el colorado, un
pez enfundado en oro rosáceo y que parece haber arrancado algo del brillo del
Atlántico. Entre cayucos y en la arena se improvisa una lonja que ni siquiera
llega a subasta. No tiene tiempo. Un grupo de mujeres da buena cuenta de las
piezas, para revenderlas frescas en puestos callejeros y en mercados o para
secarlas y transformarlas en lingotes ahumados.
miércoles, 29 de agosto de 2012
Yuca y Coca-Cola
Un escritor guineano, Justo Bolekia (de la etnia bubi, la mayoritaria en la isla de Bioko) habla de una estancia rápida y sutilmente hilada, entre hijos, hombres y fardos. Regresar a Guinea Ecuatorial es absorber de nuevo los efluvios de esa tierra roja y ese verde selva que todo lo quiere cubrir. Es acostumbrar el oído a ese idioma fang (la etnia mayoritaria del país, y en especial en el interior) que, con una cantinela propia de enes, ges y vocales alargadas para entonar ideas (un idioma que entona ideas, mientras nosotros nos limitamos a enfatizarlos...), hila las conversaciones incluso entre dos caminantes que se cruzan y no detienen su paso. Es reencontrar rostros, nombres, familias, las escuelas y las iglesias de Malabo, Bata y Evinayong. Es reemprender el trabajo. Es ver como Nil recupera sus amistades guineanas. Es reabrir un arcón que mezcla tradición con aires de modernidad; ritos tradicionales (recorrer la carretera central del país un domingo es un festival de celebraciones) con antenas parabólicas que enseñan (o distorsionan) el mundo exterior, o atangas y yuca con latas de Coca-Cola y una extraña Trina de piña colada.
Lydia, Nil y yo hemos estado hasta ahora en Bata (capital continental, zona
de los ndowe), en unos días de descanso tras tres semanas trabajando en
Evinayong (zona fang, a medio camino ya de Gabón y Camerún), que viene a ser como
nuestra segunda casa. Allí (junto a un grupo de chicas que ha venido de España
y varios chicos de la iglesia) hemos pintado y decorado la escuela -sí, esa de
madera verde y rosa que tanto abunda en este blog-, la escuela donde trabaja Eli
y donde se reincorpora Sara después de un tiempo de descanso.
También allí he podido llevar a cabo un curso para maestros de
primaria sobre lectoescritura y alfabetización, herramientas para mejorar
todavía más el nivel educativo de la escuela Talita Cum (para qué engañarnos,
la envidia de todo Evinayong!), donde no paran de llegar solicitudes de
matrícula a pesar de tener ya las aulas llenas.
Y aunque el trabajo educativo es la base, el dedo sigue escapando hacia la
cámara y hacia el teclado, que para eso existe este intermitente blog. Si internet lo permite (el mes de septiembre lo paso en Malabo, trabajando con los maestros de la escuela El Buen Pastor, donde se puede tener un acceso, aunque lento y a rachas).
Como primera muestra, una imagen de Sola y su mamá (Confi) en Evinayong...
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