El fútbol de patio de colegio, en mi época, tenía su vocabulario (cañardo, faltorro, cañete, palomero, chupón,...), así como sus leyes no escritas (la Ley de la Botella es un clásico) y su caos organizado (en un mismo patio podían coincidir varios partidos a la vez y nadie tocaba la pelota de otro, además de reconocer en todo momento a tus compañeros de equipo a pesar de vestir la misma bata). En la escuela Talita Cum de Evinayong el fútbol también es la principal (aunque no la única, claro) actividad durante el tiempo de recreo. Por un lado, los chicos, que se quedan el balón que está más duro. Por otro, las chicas, con una técnica que más de uno quisiera en el bando masculino. Jugar a fútbol en el patio-terreno de Talita Cum es un reto; digamos que no es el terreno más liso del mundo, con algunos baches, agujeros y piedras que entorpecen la ruta del balón. Es por eso que se opta por un juego algo más aereo, basado más en la velocidad que la técnica (perseguir una pelota que va dando tumbos requiere tener algo de Usain Bolt) y, sobretodo, en la fuerza. Eso, al menos, es lo que observé durante unos meses, hasta que se organizó (aquí ya entran en juego los uniformes oficiales de la escuela: uno, del Barça, y el otro de un verde que los chicos relacionan con la selección de Nigeria)un partido entre alumnos (los mayores) y profesores. Y ahí es donde corroboré eso de la velocidad, la fuerza y el juego aereo. Bueno, más bien corroboré mi falta de destreza en todos esos capítulos, por lo que opté por una posición de líbero (en un equipo técnico, una responsabilidad; en el de los profes, una forma de escaquear de los encontronazos más directos, aunque mis piernas terminaron con más moratones que un rival de Rocky Balboa). Conseguimos un más que digno 3 a 3 (obvia decir que ni marque un gol ni estuve cerca de ello) y compartimos una especie de copa de cartón que a los chavales les parecía la mismísima Champions. Los partidos se viven con mucha intensidad (hasta el resto de alumnos organizan unas gradas con los bancos de las aulas) y hay quien, con un rudimentario micrófono y un ampli con cierta distorsión, se dedica a narrar el encuentro al más puro estilo Carrusel Deportivo (eso sí, sin esos molestos anuncios).
Al día siguiente, cada chaval devuelve a la escuela el uniforme lavado y doblado, a la espera del próximo partido, que se convierte en acontecimiento, en punto de encuentro, en diversión, en vida.
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