Apareció casi por casualidad. Un viejo poema de Gloria Fuertes (sí, esa señora de voz grave que, de niño, me encantaba) llamó a la puerta hace unos días y me habló de unos pastores que traían queso; de unos ojos largos, otros negros y otros claros; de otro pastor sin madre que venía descalzo, y de un niño que no debía dormirse, ya que le estaban rezando. Quizá fuera una broma (otra) de la señora de voz grave, pero el poema iba acompañado del rostro de Rode, el último rostro que se me quedó grabado a fuego en Guinea, un rostro que dejamos ajeno a una simple tos, a un simple virus, a una simple espera de respuesta por parte de su familia. Quizá es que nos sentíamos parte de ella y esa Navidad fuera la más especial de todas. Puede ser, pero no dejo de pensar en una pequeña iglesia de madera decorada con telas con lo que parecían unas flores marrones. Preciosas. No dejo de pensar en una comida de Navidad a base de un pescado, nada que ver con esas mariscadas de pinzas rojas y lujosas, que sabía como la mejor comilona del mundo. Y yuca, y cacahuete. Y los ojos de Rode. Y los de Sola, de Reina, de Santos, de Juan, de Raquelita, de Castro, de 220 rostros. Quizá fuera eso lo que algunos llaman feliz Navidad.
sábado, 25 de diciembre de 2010
sábado, 4 de diciembre de 2010
Cuando...
Cuando hay países que hablan de rescatar a otros. Cuando la desconfianza nos mira de reojo, con ese movimiento de brazo para que no copiemos al de al lado. Cuando nos adentramos en el terreno pantanoso de una crisis a causa de la especulación, las ansias de acumular, el consumo descerebrado o los cantos de sirena publicitarios para crearnos esas necesidades que satisfacemos a golpe de Visa. Cuando la infelicidad se maquilla con luces de Navidad. Cuando todo eso se da la mano, vuelvo a mirar la imagen de Ruth buscando en el fondo de ese bidón de tono ferruginoso y de agua de lluvia de varios días atrás. Un bidón con amebas que no saben de crisis pero sí de infecciones. Un bidón que espera, con ansia, unas canalizaciones de agua que están a punto, a punto a punto. Un bidón que resume horas de espera, de miradas perdidas en su fondo, pero también en un horizonte de tonos azules de cielo travieso y rojos de caminos pacientes, redibujados con puntas de machete y surcados por cestas de mimbre cargadas de leña y bananas. Nunca pregunté a Ruth qué miraba. Ni siquiera si miraba. O qué pensaba. Ni siquiera si pensaba. Seguramente regaló uno de esos gestos suyos tan habituales, tímidos y aderezados con un canturreo para espantar quien sabe qué. De puntillas y con ojos abiertos, seguro que encontró un mundo. Yo no supe ver nada.
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