lunes, 21 de septiembre de 2009

+ Bata




Cuando amanece en Bata el sol aparece de repente, como un suspiro. La sensación de estar más cerca del sol es habitual en los visitantes, acostumbrados quizás a otras latitudes donde hace falta levantar mucho más la vista para observar el horizonte. Desde Bata, el océano parece inabastable, pero a lo lejos se divisa una linea de tierra cuando ya pensamos que no tiene que haber nada: el cuerno de África empieza allí, y desde la pequeña Guinea no es complicado ver territorio camerunés (al norte) o de Gabón (al sur).
Esta mañana salimos hacia Evinayong. Cruzaremos el parque del monte Alen, una de las reservas de gorilas más importantes del mundo (aunque ante ojos profranos como los nuestros -no somos precisamente Jane Goodall- seguro que no se dejan ver) y poblados diseminados a lo largo de la ruta, una vía recientemente construída, y que permite unir Bata y Evinayong sobre asfalto en un par de horas, cuando hasta hace poco el trayecto se podía prolongar entre cuatro y seis, dependiendo del estado de las vías forestales. Antes de partir, os dejamos algunas imágenes más de los niños de Bata. En unos días esperamos volver a conectarnos.

    domingo, 20 de septiembre de 2009

    Color



    Natividad: gran cocinera.

      Graffitis guineanos




      El color domina en las paredes de las casas. Rosa, amarillo, verde,... Pero también unas curiosas indicaciones que pide al dueño "Pintar en cinco días". Y eso con suerte, ya que en otras ocasiones directamente obliga a "Romper" o, al menos, "Reformar". Esas indicaciones nunca se siguen y acaban ahí, formando parte de un peculiar paisaje. En el centro de Bata (en el muro del viejo estadio de fútbol) encontramos un par de graffittis: si en otros entornos urbanos son habituales, en Guinea son la excepción. Ahí van un par de maravillosas excepciones.

        Niños, huesas y Bata




        19 DE SEPTIEMBRE
        Lydia, Nil y Sara en la guardería de la iglesia bautista de Bata. Volveré una y mil veces a los tópicos, pero la mirada de un niño siempre es un regalo.
        Hoy hemos comido en casa de Lucas y Natividad, en el barrio de Santa Cruz, una de las zonas que más han crecido en Bata, la capital continental. Conocíamos la yuca y la salsa de cacahuete, pero hemos descubierto las huesas (un tubérculo) y la bambucha (primer reencuentro con el picante). Mañana, partimos hacia el interior, donde la frondosidad de la selva que se encuentra en la costa se transforma en una verdadera telaraña. Destino: Evinayong. Objetivo: iniciar el curso de formación para profesorado.

          sábado, 19 de septiembre de 2009

          Guinea 2009. Primeros días





          18 DE SEPTIEMBRE
          Alguien dijo que África es un estado de ánimo. Quizá suene a cursi, pero es cierto. Poner el pie en el continente nos abre un abanico de contrastes, de sensaciones recuperadas y, en el caso de Nil, nuevas. 18 horas de viajes. O sea, Barcelona – Frankfurt – Malabo – Bata. El gran choque para cualquier occidental es enfrentarse al aeropuerto de Malabo: los propios guineanos hablan de él como si se tratara de una batalla, un lugar donde conseguir un billete y embarcar unas maletas supone enfrentarse a un pequeño caos constante. Si alguien busca en el diccionario la palabra desorganización, seguro que encontrará una foto de ese aeropuerto, algo que incluso indigna y desespera a muchos guineanos. La facturación del equipaje se basa en una ausencia total de filas (y de aire), con empujones, calor, sobornos para llegar antes y empleados desbordados. Hoy se le suma el contratiempo de que esta misma mañana se han anulado dos vuelos hacia Bata; esos viajeros intentan conseguir plaza en el vuelo de esta noche. Pero todo eso da igual: el reencuentro con Bata es acariciar unos olores particulares y únicos, dejarse envolver por unos colores en las casas a los que no estamos acostumbrados. Sigue sonando a tópico. Da igual. Y Nil, con unos ojos como platos.
          El ritmo toma otra forma y hasta internet se transforma en un ser de movimientos lentos y patosos, ajeno a esa ansia habitual de velocidad en los que lo usamos a diario. Lo digo para que se valore algo más esta entrada en el blog, ya que habrá costado como una hora de espera (y no es una metáfora). Pero aquí está.

            miércoles, 16 de septiembre de 2009

            + del 2008



            Más fotos del 2008







            Ahí van unas cuántas fotos del año pasado de la escuela de Evinayong. En estos momentos nuestra casa está tomada (como la de Cortázar) por unos extraños seres llamados maletas, engullendo ropa, libros y objetos varios. La próxima parada del blog, ya desde Guinea. Escoger ropa, sin problema. Escoger un par de libros requiere de todo un ritual más pautado que cuando debíamos decidir (años ha, que somos de la generación de Mazinger Z) qué canciones grabar en un K7 para llevar de vacaciones en el walkman.

              Fotos 2008. Escuela de Evinayong...






                Crónicas 2008 / 5. Comida, gastronomía, supervivencia



                El guineano basa buena parte de su supervivencia en una economía del día a día, del pequeño comercio que puede ir desde los niños cacahueteros (que venden por 100 francos CFA botellas de vino o licores llenas de cacahuetes tostados en las casas por sus abuelas) hasta los coloridos mercados, que serpentean entre las calles de la ciudad, y donde su puede encontrar desde los milagrosos cubitos de caldo Maggi en porciones individuales, yuca –la fermentada, con un olor que impregna toda la ciudad, difícil para el paladar occidental–, pescado ahumado, concentrado de tomate, pimientos amarillos y rojos –pequeños, pero matones, ya que se usan para elaborar el picante, ¡muy picante!– y hasta tortuga, cocodrilo –¡delicioso!–, antílope, mono, la presuntamente afrodisíaca nuez de cola –se trata, en realidad, de un estimulante parecido al café– o las populares calabar chop, unas piedras comestibles, puro calcio, que niños y mujeres embarazadas devoran con ganas. Eso sí, aviso para caminantes, se trata de eso, de una piedra terrosa, capaz de acabar con la paciencia de cualquiera. La fruta, en cambio, ofrece la gran contradicción en la dieta guineana; es abundante, buenísima y no hace falta ni cultivarla: mangos, piñas, bananas –equivalente a nuestro plátano–, bananas –más grandes, y utilizadas para freír, como acompañamiento, no para comer cruda–, papayas –¡una delicia aderezadas con limón!–, naranjas –se suelen comer peladas, cortando la parte superior y succionando el jugo– o cocos. Fruta, pues, por todas partes, pero con un prestigio relativo, ya que no se usa como postre y la suelen comer más los niños, entre horas.
                El decorado de la vida comercial también cuenta con muchísimos bares –un concepto generoso, en muchos casos– medio improvisados en cualquier casa de madera, con cuatro sillas, un par de mesas y una nevera, que no siempre refresca lo suficiente. En otros casos, hablamos ya de pequeñas tiendas, como las imprescindibles abacerías, verdaderos supermercados en miniatura que pueden albergar desde comida hasta electrodomésticos, pasando por ropa o utensilios de cocina. Eso sí, no venden alcohol –los bares sí, claro, con sus populares megacervezas de ¡65 centilitros!–, ya que en muchos casos las regentan musulmanes, de países como Mali, a los que se les puede ver rezar en la calle, encima de una alfombra, y lavarse con unas curiosas teteras de colores. Y llegamos a unos de los establecimientos estrella, como son las peluquerías, a montones, verdaderos palacios de la belleza femenina, donde las chicas pueden aguantar estoicamente sesiones de horas y horas de trabajo para salir con unas impecables trenzas. Otros negocios de inmigrantes chinos, indios y libaneses salpican la red de calles de Bata, pero el verdadero palacio de la zona es el gran supermercado –de estética y funcionamiento 100% occidental– de la empresa española Hermanos Martínez –con establecimientos en Bata, donde también cuenta con una gran zona logística, y Malabo–, un espacio que parece fuera de lugar y donde, por arte de magia, parecen concentrarse los pocos blancos que se mueven por Guinea: un espacio ordenado, silencioso, limpio, con empleados uniformados –en una manga, la bandera guineana, y en la otra, la española– en un pulcro color morado, y hasta con mozos que meten la compra en bolsas y te acompañan hasta el coche. En muchos casos, se convierte en un punto de descanso y de paseo sin compra –el, quizá demasiado, potente aire acondicionado ayuda a pasear. Los elevados precios, a no comprar en todos los casos– entre repletas estanterías. La dependencia, no obstante, del transporte marítimo comporta, por ejemplo, que un día nos podamos encontrar con un pasillo entero a rebosar de bolsas de las mismas magdalenas, mientras no queda ni una botella de lejía. El lugar también se convierte en uno de los pocos donde encontrar revistas, extranjeras claro, aunque puede tratarse de números de hace dos años de una revista de submarinismo, jardinería o cultura africana.
                La gastronomía guineana la podríamos completar con platos tan dispares como la carne de marmota, la salsa de cacahuete, el caracol de tierra –nada que ver con nuestro concepto de caracol, ya que el guineano es muy grande y, cocinado, con una textura parecida al pulpo– o uno de los mejores pescados que llevarse al paladar, como es el colorado. Y todo, sin olvidar que nos encontramos en un país donde los salarios –los afortunados que lo tienen– son bajos y la gran ocupación es, precisamente, la supervivencia diaria, ya que en muchas familias tan sólo hay una comida al día. El tema del empleo es realmente limitado, ya que aparte de alguna empresa maderera y otra cervecera, pocas opciones más hay de encontrar una ocupación remunerada. Y, aunque resulte paradójico en un país tan fértil, tampoco quedan demasiadas de las plantaciones de cacao y café que hace unas décadas llenaban el país.

                  Crónicas 2008 / 4. Bata: ciudad, vida, taxis

                  Los fang –la tribu más grande de Guinea, con un 80% de su poco más de medio millón de habitantes, a pesar de la poca fiabilidad de los censos del país– llaman a la capital continental Mang, que significa Mar. Aunque su paisaje está cambiando a pasos agigantados –un moderno paseo marítimo contrasta con el resto de la ciudad–, Bata sigue siendo un pueblo grande, con calles llenas de casas de colores –la mayoría, de madera– ganadas a la misma selva que, voraz e implacable, llega hasta la arena de la playa.
                  El parque automovilístico en la ciudad tiene un rey indiscutible, la japonesa Toyota. De hecho, el principal medio que los habitantes de Malabo y Bata usan para desplazarse son taxis, coches que van recogiendo pasajeros durante su trayecto –a un precio fijo de 300 francos CFA, algo menos de medio euro, aunque hace falta negociar para aquellos desplazamientos algo más largos–, la mayoría de la marca asiática. Así, vetustos automóviles, quejosos y renqueantes algunos, acumulan pasajeros hasta los topes sin inmutarse ni conductor ni pasajeros, con el único aire acondicionado que proporcionan las ventanillas bajadas en un entorno que más que un clima tiene un horno. Pero las calles de Bata también las surcan algunos lujosos vehículos, todoterrenos negros con los cuatro intermitentes encendidos para llamar más la atención –y para demostrar que forman parte de la clase alta del país, los llamados gordos–, que comparten espacio con antiguos camiones españoles de fruta o de empresas de logística, ahora reciclados en Guinea, aunque sin que nadie borre unos peculiares Transportes García, L’Hospitalet de Llobregat (Barcelona) o Frutas Mari, El Ejido (Huelva). Y sin olvidar unos, aún más peculiares, autocares escolares amarillos, como los de cualquier película norteamericana, aunque procedentes de Italia. La mayoría, abandonados en una cuneta en un país sin red de transporte público –exceptuando la gran telaraña que forman los omnipresentes taxis azules y blancos– y con los que los guineanos pueden aprender algunas nociones de italiano básico, como Uscita (Salida) o Proibito (prohibido. Algo que sorprende es la escasa presencia de motos y bicicletas, en una ciudad, y un país, donde andar, más que un hábito saludable, forma parte del estilo de vida.
                  El ritmo de la vida en Bata sucumbe a las altas temperaturas; a la constante caricia de un sol demasiado cercano; a la amenaza de una inminente lluvia durante varios meses al año, o al fuerte olor de la mandioca fermentada. Y a pesar de todo, la vida en la calle es constante, ya que casi nadie evita las horas de sol: ¡la mitad del día es así! Al ser un país poco acostumbrado al turismo –prácticamente inexistente– uno se queda con las ganas de hacer más fotos de esa vida, de ese color, de ese minúsculo rincón africano donde un simple trayecto en taxi –a pesar de la sensación que en cualquier momento una rueda saldrá disparada del maltrecho vehículo– es una ventana abierta a mil y una sensaciones.

                    martes, 15 de septiembre de 2009

                    Crónicas 2008 / 3. Engong, Casa de la Palabra





                    La ruta entre Bata y Evinayong es como surcar el eje central de Guinea, como escribir en un pentagrama diferentes notas que van cambiando de ritmo e intensidad a medida que la humedad de la costa va dejando paso a docenas de poblados que salpican el mapa del país. Sara Marcos no atraviesa ese eje con la mirada puesta al frente, apretando el acelerador y sorteando los baches del camino como una experta ya conductora de rallies. Sara intenta repartir su corazón en la mayoría de cachitos posibles. Uno de estos puntos, a medio camino entre Bata y Evinayong, es Engong. Allí vive Eurampia, una líder local que nos recibe con una amplia sonrisa. Está esperando a otras mujeres para compartir un rato de oración con ellas. Sentada en la Casa de la Palabra, explica sus luchas, sus anhelos y la realidad de una pequeña localidad a menudo con la losa de estar situada a medio camino de, en medio de. La Casa de la Palabra, nos explica, suele ser una estructura de madera con un par de largos bancos –uno enfrente del otro– donde “cualquier persona de la familia que tenga algo importante que decir, puede sentarse allí y hablar”. Tradicionalmente, el espacio estaba reservado a los hombres, pero Eurampia sonríe. Tiene claro que hoy día se trata de un verdadero punto de reunión, un ágora donde compartir y debatir. A los pocos minutos de sentarse, llegan más mujeres (alguna, elegantemente vestida, niños y algún hombre.
                    Sara, en cambio, desaparece de repente y se adentra en el pueblo, hasta llegar a una casa donde una mujer lleva enferma varios días: un hermano suyo, que trabaja fuera, se ha desplazado hasta Engong para convencer a sus padres de llevar a su hija al hospital, en Bata. La tradición animista y de brujería sigue condicionando el día a día de buena parte del país, aunque la familia acepta que Sara y otras personas oren por la chica y hasta que la lleven ese mismo día a la capital continental, a pesar de la dificultad económica y la de conseguir que pare uno de los escasos taxis que cruzan el pueblo (en muchos casos, ni se detienen, ya que el negocio está en las calles de Bata). La libreta médica de la chica –un cuaderno convencional, con algunas anotaciones a mano de anteriores visitas médicas y un sello, sólo en algunas páginas, estampado por el doctor, es el único historial médico de los guineanos– no da demasiadas pistas. La chica está estirada en un camastro situado en la cabaña que hace la función de cocina, un espacio aparte de la casa, donde suelen convivir las mujeres, los niños –de hecho, mujeres y niños suelen comer antes que los hombres, en la misma cocina– y los familiares enfermos. Poca luz, el calor de los restos del fuego en el suelo y varias capas de secaderos elevados, básicamente con pescado, ahumándose con lentitud, en un ejercicio de pura artesanía gastronómica.
                    Camino, de nuevo, de Bata, el camino atraviesa zonas pobladas, donde ante algunas casas un palo clavado en el suelo o una mesita anuncia la venta de productos que pueden ir desde los habituales bares –eso sí, la mayoría sin bebidas frías– hasta fruta o alguna codiciada pieza de carne. Atravesamos también parte del parque natural del Monte Alen, una zona con reminiscencias casi cinematográficas, donde el hombre únicamente puede ver los imponentes gorilas si ellos se dejan ver. La selva, los manglares, la niebla que acaricia con suavidad los montes, son su refugio, su escondite, su visado para sobrevivir.

                      Crónicas 2008 / 2. Calor, Bata





                      Conocer un país es como reencontrarse con un amigo años después. A pesar de la distancia y del tiempo transcurrido, hay algo que resulta familiar, aunque también hay aspectos nuevos, sorpresas que, agazapadas, esperan sorprendernos. Hablar de Guinea Ecuatorial es adentrarnos en un imaginario que en España nos trae imágenes con consonancias coloniales, ya que el pequeño país centroafricano –rodeado de grandes naciones francófonas como Camerún y Gabón– pasó de unas manos a otras durante cinco siglos, hasta convertirse en colonia española. Desde 1968, es independiente. Cuatro décadas después, Guinea Ecuatorial (no confundir con Guinea Bissau ni con Guinea Conakry, dos países situados en pleno cuerno de África), mantiene un aire español –el castellano sigue siendo el primer idioma del país y por todas partes se encuentran antiguos edificios de época, coloniales, muchos de ellos en plena decadencia–, aunque el clima, el paisaje, el idioma fang y la tradición, nos recuerdan constantemente que nos encontramos en África, dándonos una palmadita en la espalda con su calor, su colorido y su omnipresente paisaje selvático.
                      Los aeropuertos de Malabo (en la isla de Bioko) y de Bata, pequeños, con la selva a tocar y la perspectiva aérea de las lujosas casas donde viven los estadounidenses que controlan las ricas refinerías petroleras del país, ya suponen el primer impacto con el calor y con la forma de funcionar de un entorno donde los recursos técnicos, digamos que no abundan; tan sólo hace falta observar las libretas donde los funcionarios anotan, con calma y ajenos a la cola que se pueda estar formando, los datos de cada uno de los viajeros. A mano, claro.
                      Bata, la capital continental, es un verdadero mosaico de color. Con la selva demostrando su poder hasta los límites mismos de la playa y tejiendo su enmarañada tela entre la misma ciudad, se ha transformado en un siglo de un pequeño puesto militar a una ciudad que presume, con unos 100.000 habitantes, de ser la capital económica de Guinea, aunque la oficial siga estando 500 quilómetros mar adentro, en Malabo. La misionera valenciana Sara Marcos reparte su tiempo, básicamente, entre Bata y Evinayong, entre la ciudad y el interior. En la ciudad, suele estar el fin de semana, coordinando la iglesia local y el grupo de jóvenes –que, cariñosamente, la llaman Mima–, mientras el resto de días los dedica a Evinayong. Eso sí, la semana empieza muy, pero que muy temprano, con una reunión de oración el lunes, todavía en Bata, a las seis de la mañana, aunque en Guinea es más habitual levantarse cuando en otros países quizá aún están desperezándose, ya que el calor –presente todo el año y, en la costa, más incisivo por la elevada humedad–, la luz y el propio ruido de la calle –el toque de claxon de los taxis anunciando su paso es un zumbido casi constante, como una banda sonora que acompaña al visitante y que los guineanos ya tienen del todo integrado– obligan a cualquiera a apartar su imprescindible mosquitera y encarar una nueva jornada.

                        Crónicas 2008 / 1. Lluvia, Evinayong, escuela



                        Una lluvia con aspiraciones de eterna acalla las conversaciones, el habitual barullo, ininteligible y vivo, de una aula llena de niños. El silencio. Roto por la espléndida cascada de agua que, en cuestión de segundos, embarra el seco suelo y reaviva, más aún, el verde selvático. Llueve. Como cada día a media tarde en esta época del año. Como cada día en la vida de miles de guineanos. Como cada vida. Y con la tormenta, la vida detiene su camino para beber, y los más de 220 niños de la escuela Talita Cum miran al cielo, escuchan, distinguen ya al detalle cuando las gruesas gotas estallan encima de la madera, resbalan juguetonas por las hojas o se dejan acariciar por un brazo extendido que se fusiona por unos instantes con el líquido de la vida, que llenará pozos y grandes bidones en un país sobrado de agua pero que no dispone de sistemas de canalización. Esa misma agua de lluvia vino acompañada hace unas semanas de un tornado que se llevó el techo de una parte de la escuela Talita Cum, en Evinayong, una de las principales ciudades en pleno corazón de Guinea Ecuatorial, a más de 150 quilómetros de Bata, la capital continental del pequeño país centroafricano. Unas horas antes de la lluvia, José alisa con esmero un jersey azul y toma de la mano a su hermano pequeño. Es día de colegio. El cielo juguetea con algunas nubes que, más tarde, descargarán una de las habituales tormentas de marzo. José acelera el paso para no llegar tarde a clase. Con él, parten varios hermanos –tiene ocho- desde una casa donde viven 17 personas. Su madre, Confi, la cocinera de la escuela, va con ellos, mientras la abuela de la familia observa desde su rostro arrugado la estela que deja el grupo de niños por un camino polvoriento, rojizo. Rojo sangre. Diluido en el verde de la selva y en el blanco de las nubes. Como la misma bandera guineana que todos los niños incluyen en sus dibujos. Talita Cum es una de las dos escuelas de la Misión Bautista en Guinea, en la que trabaja la valenciana Sara Marcos, que vive en el país africano desde hace seis años. La otra escuela, El Buen Pastor y con casi 700 alumnos, se encuentra en la capital del país, Malabo, en la isla de Bioko.
                        Sara ama el paisaje selvático del interior guineano. De hecho, la expresión de su cara se suele transformar y sus ojos verdes parecen integrarse en la espesura coronada por los imponentes ceibas –árbol símbolo de Guinea– a medida que su todo terreno avanza desde Bata sorteando los inevitables controles policiales –un par de bidones y una caña hacen la función–, los baches y desniveles de la ruta –si acaba de llover, ya es un verdadero reto– y las abundantes obras que, empresas portuguesas, francesas o chinas según el tramo, están llevando a cabo para construir carreteras, las futuras arterias para vertebrar las conexiones del país. José y los demás niños, apurados, corren para llegar puntuales. El director de la escuela, José Luis Ansema, y el equipo de profesores esperan a los alumnos –en total, unos 225 de preescolar y primaria– para, antes de entrar en las aulas, ponerse en filas, cantar el himno guineano, revisar la vestimenta de chicos y chicas y dar la bienvenida a un nuevo día, a una nueva jornada escolar, a una nueva posibilidad de aprender, de adentrarse en un aspecto tan básico como es la educación.
                        Sara Marcos explica que el desarrollo de la obra social pasa por el trabajo educativo en los dos colegios, pero también por el llamado Proyecto Escuelas, que incluye una visión global para cubrir las principales necesidades detectadas en los niños del país: la educación, la nutrición y la sanidad. Así, el proyecto pretende facilitar becas a aquellos alumnos cuyas familias no pueden pagar la escolarización, pero también la posibilidad de un seguimiento médico –los procesos infecciosos propios de un clima tropical y una higiene no siempre adecuada hacen mella en los pequeños, en un país donde la malaria, que se puede combatir con un simple antibiótico, sigue causando estragos– y una buena alimentación. Y en este último punto, volvemos a Confi, la cocinera de Talita Cum. Mientras los niños están en clase, ella y otras mujeres preparan cada día lo que para muchos niños representará su única comida diaria. Así, a las 11 de la mañana y a las tres y media de la tarde –hay dos turnos de clases–, los alumnos reciben un plato que suele ser de arroz o de pasta con carne o con sardinas. Esta situación puede sorprender, ya que Guinea Ecuatorial es uno de los países del mundo con una riqueza natural más grande, y no resulta nada complicado acceder a frutas como mangos, piñas, cocos, papayas o bananas. El problema es que en muchas familias la alimentación no es lo apropiada que debiera ser y, a menudo, escasa, por lo que los profesores detectaban que muchos niños incluso se dormían en clase. A la mala alimentación, hay que añadir que los niños, para llegar a la escuela, caminan entre dos y siete quilómetros. El proyecto también sirve para ayudar a algunas mujeres, que reciben un sueldo como cocineras.
                        Sara expresa la necesidad de contar con líderes nacionales, aunque en Evinayong encontramos a uno de los más destacados, José Luis Ansema, pastor de la iglesia bautista de la localidad, director de la escuela y director de la radio pública –hay una en cada una de las siete provincias guineanas– de la ciudad, una emisora que llega a un radio de unos 50 quilómetros a la redonda y que hace la función de nexo para muchos poblados dispersos. Así, es habitual que difunda anuncios de todo tipo, aunque José Luis está realmente orgulloso de la programación cultural: hay que tener en cuenta el carácter oral de la transmisión de la cultura fang, la mayoritaria en Guinea, por lo que parte de su tradición corre el riesgo de desaparecer. Sobre la escuela, el director explica que para los 70 niños de preescolar y los 150 de primaria cuentan con un equipo de profesores con una formación limitada, ya que suelen ser jóvenes que han terminado el bachillerato y poco más. Para formarse, participan en unos cursos a distancia impartidos por el Gobierno, aunque Sara tiene claro que haría falta algún tipo de apoyo aún más directo para esta formación. A nivel de infraestructura, Talita Cum cuenta con un gran terreno de unos 8.000 mil metros cuadrados –y otro justo delante que permitirá en un futuro triplicar esa superficie–, aunque sin demasiado espacio construido. De momento, se puede dar clase en un módulo para tres aulas de primaria, y en otro habilitado para los alumnos de preescolar y para acoger salas de profesores –este, pendiente de la reconstrucción del techo arrancado por el tornado–, aunque la mirada de Sara rastrea con viveza el gran espacio disponible que, de momento, está ocupado por la misma selva y por los niños que, en el tiempo de recreo, juegan a fútbol con los más paupérrimos balones imaginables, mientras las niñas también parecen cruzar fronteras y acaban jugando casi a lo mismo que, a la misma hora, puedan estar haciendo otras niñas en España, en México o en Japón. José Luis –casado con Florencia y padre de Raquel, Rode, Ruth y Rebeca– habla con calma, con un aire de timidez capaz de convertirse en una voz firme ante los alumnos de la escuela, en una de esperanzada ante el micrófono de la radio y en una de comprometida cuando habla de su tierra.

                          Guinea 2008



                          Lydia y yo estuvimos en Guinea Ecuatorial en 2008 para conocer el trabajo de la misión bautista en dos escuelas (en Malabo y en Evinayong). El siguiente reportaje (CRÓNICAS 2008) refleja esa primera experiencia. La segunda parte (CRÓNICAS 2009) empezará este viernes, cuando llegaremos a Bata para trasladarnos al interior del país (Evinayong), donde viviremos y trabajaremos (en un programa de formación de profesorado) durante las próximas semanas. Este segundo capítulo contará con un actor invitado, Nil, que a sus nueve años vivirá una experiencia rodeada de novedad, de selva y de una pequeña porción de África.

                            África



                            Decía Kapucinski que África no existe, que es un continente demasiado grande para describirlo. Quizá sea por eso que hemos escogido pasar una temporada en Guinea Ecuatorial, uno de los países más pequeños del continente. Seremos huéspedes en ese océano, en esa inundación de luz, en esa selva opaca. Este blog pretende ser una ventanita abierta a esa experiencia, donde verteremos (cuando podamos, ya que el acceso a internet será un lujo no diario) imágenes, textos y vivencias para que nos hagáis algo de compañía.