Selva equivale en mi imaginario a lianas, a un tipo en taparrabos saltando en ellas y gritando para demostrar aún no tengo claro qué. O equivale a un niño perdido, Mogwli, y que se convierte en amigo de algunos animales (y en enemigo de otros, que siempre tiene que haber un malo). O a reportajes de siesta con ese suave ronroneo de las sufridas voces en off conscientes de su poder narcótico. Pero para cualquier niño guineano, selva equivale a bosque, tal cual. Y bosque equivale a juego camino de casa (regresar de la escuela puede ser un laaaaargo paseo con millones de alicientes), a río donde lavar (lo que sea, desde la ropa hasta a uno mismo, pasando incluso por el coche) y, especialmente, a comida. Fruta. Mucha fruta (mangos, cocos, papayas y cualquier cosa que suene más exótica que una manzana) y, los más osados, algo de carne en forma de marmota, de pangolín, de mono (hay una campaña para acabar con su consumo, ya que el riesgo de transmisión de enfermades es elevado, pero el otro día viajamos en la parte trasera de una pick-up con un hermoso ejemplar camino de la olla de una orgullosa señora) o de prácticamente cualquier bicho que se cruce en su camino. En la capital continental, Bata, la captura de uno de estos trofeos suele terminar vendiéndose en un restaurante que, raudo, cambiará el menú del día. En el interior, su destino es, directamente, la mesa del afortunado propietario de la presa. Pero que tampoco piense nadie que la dieta habitual de un guineano es una exótica carta de bistrôt de diseño ecuatorial: la carne por excelencia sigue siendo la del nunca suficientemente valorado pollo, que campa a sus anchas por la ciudad picoteando alegremente sin sospechar su seguro final (¡y anda que no tendría selva para esconderse!).
Sigo con la selva y con mi imaginario. Reconozco mi absoluto carácter urbanita (la falta de un FNAC cercano me provoca cierta angusta existencial), pero salir al bosque equivale a silencio, a sensación de abrigo, a querer pisar hojas para oir su crujir, casi un crepitar de chimenea. La selva, en cambio, nunca está callada; la selva parlotea, grita, chilla, silba, y más que abrigar, casi ahoga, raciona los atisbos de luz y engulle cualquier pisada en un terreno a menudo pantanoso. Lo siento por el tipo en taparrabos que saltaba de liana en liana, pero la selva no es la mejor recomendación para un plácido paseo al atardecer, y mi interés botánico o en ver in situ algo de esa fauna que hasta ahora sólo he observado hastiada en un zoo son más que limitados. De acuerdo, observar el lomo plateado del jefe de una manada de gorilas debe ser una experiencia única, pero ellos mismos son los primeros en evitar que eso ocurra. En Evinayong, la niebla suele filtrarse por sus calles cuando cae la tarde. La misma niebla que rodea el siempre visible parque del Monte Alen (sí, de donde salió el barceloní Floquet de Neu), que humedece aún más unos parajes inaccesibles y que protege a unos animales acostumbrados a huir lo que haga falta para escapar de los cazadores furtivos.
También en Mallorca llevamos una semana de nieblas y niveles de humedad (xafogor) altísimas. Y la gran noticia es que 'el desierto' que quedaba del calor de verano se está conviertiendo a marchas forzadas en vergel, como si de primavera se tratara. Mucho más rápido que normal. Llevan una semana prometiendo que 'mañana' llegará una tramontana ... pero mñañna no llega. Podemos empatizar.
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