lunes, 25 de abril de 2011

Enfoque

El antropólogo Gustau Nerín (que ha trabajado en varios países africanos y, especialmente en Guinea Ecuatorial, donde vive) acaba de publicar un libro en el que lanza una crítica sobre parte del funcionamiento de la cooperación internacional y las ONG. Cuando se trabaja en proyectos parecidos, las dudas razonables aparecen al instante. El mismo Nerín apunta que entre los mismos cooperantes los hay con la conciencia suficiente para ver los fallos del sistema y hasta para intentar luchar contra ello. Cooperar pues, no deber ser para hacer negocio, para limpiar conciencias, para actuar sin importar demasiado la contraparte ni conocer (o intentarlo, ya que cada realidad es inabarcable) la historia o la cultura local, para construir sin criterio escuelas o hospitales (que, cuando se cierra el grifo, quedan abandonados como mausoleos deprimentes) o para diseñar políticas desde el Norte sin tener en cuenta a nadie del Sur. Cooperar no es crear un proyecto unilateral, implantarlo y marchar. Ni debe generar unas expectativas y, lo peor, una dependencia en base a mensajes paternalistas. Igual que un español puede irse a trabajar a Suecia o a los Estados Unidos, debe poder hacerlo en Guinea, integrándose en un equipo de trabajo local. Aportando, eso sí,  parte de aquello que su mayor oportunidad de acceder a la educación le ha dado, pero no creando una estructura paralela. Sara lleva casi diez años viviendo y trabajando en Guinea, sufriendo y alegrándose, pero siempre, siempre, siempre, lejos de ese espíritu algo hippy que, basado en la buena fe, llega, observa, pone un parche y se va. Sara, de hecho, ya es prácticamente guineana y suele decir que allí está su casa. Y, aunque puntualmente, Lydia le está echando una mano durante las últimas semanas, y detectando como algunas cosas están cambiando para mejor: una de ellas es la, aunque lenta, constante canalización de agua en Evianyong. Mientras en Malabo es algo habitual y en Bata, al menos en buena parte de la ciudad, también, en el interior del país la cosa cambia. Desde hace unos años, la empresa coreana Hyundai está instalada en Evinayong, convirtiendo sus calles en largas zanjas que están llevando el agua no a las casas directamente, pero sí a fuentes comunitarias a pocos pasos de cada una. En la escuela, uno de los habitantes "habituales" en, especialmente, muchas cabecitas, era un hongo de nombre feo y que me sonaba a desterrado: la tiña. Lydia, en un correo reciente, nos lo explica: "Por aquí las cosas han cambiado mucho, para mejor, desde la última vez que estuvimos. Ahora hay agua corriente hasta la entrada de las casas. Hay un fuente delante de casa casa, y aunque no están hechas las instalaciones dentro, facilita mucho las cosas y ha mejorado mucho la higiene. De hecho en la escuela se nota mucho en  los niños y este año casi no hay tiña, cuando el año pasado la mitad de los niños tenían la cabeza plagada". Esa canalización de agua no forma parte de ningún proyecto solidario, de ninguna aportación puntual, y sí de un pequeño enfoque de un pueblo hacia sí mismo. Y eso, es lo que hay que promover.

domingo, 17 de abril de 2011

Abrirse paso





“El asunto es avanzar abriéndose paso”. Así definía un chico de 11 años el trabajo de Katarina Tomasevski (sí, vuelvo a ella, pero es que es un hilo conductor más que apropiado) sobre el derecho a la educación. Ni siquiera detalla de qué país era. Da igual. Nos suena a derecho que no debería ni debatirse, pero es uno de los más marginados en la agenda global, esa que nos recuerda que hay 1.200 millones de personas (no es demagogia, es estadística y de las duras) que viven con menos de un dólar diario. En Guinea Ecuatorial, es la realidad de la mayoría de la población. No discutiremos sobre su estilo ni su calidad de vida (en algunos aspectos, planea una felicidad volatilizada en el norte próspero y que pasea con flamantes iPhones), pero sí, siempre, sobre el derecho a la educación. Dice Tomasevksi que las ONG –y aquí entran confesionales, aconfesionales, con estructura de multinacional o con más voluntad que otra cosa– “han liderado el camino y los gobiernos, algunos, lo siguieron”. Intentemos hacer el esfuerzo de pensar en un ente Estado como bueno o malo, como protector o como obstaculizador de ese derecho. Pensemos, y más en contexto africano, en que es propenso al cambio y que, de forma individual, siempre hay quien valorará y tendrá en cuenta la inversión en su propio pueblo. El Buen Pastor (con más de 700 alumnos, en Malabo) y Talita Cum (con 250, en Evinayong) son dos ejemplos de ello.
Estos últimos días, Lydia ha podido enviar algo más de información, un regalo mejor que cualquier caja de lazo brillante y bien trenzado, lo puedo asegurar.
Su regalo sirve para que a esa teoría generalista, alejada, intangible, le apliquemos un zoom de miles de aumentos y pasemos de hablar de un continente, un país, un estrato social, a contar con nombres, apellidos, miedos, anhelos, esperanzas, juegos, caídas, rasguños, aprobados, suspensos, ejercicios bien o mal resueltos, preguntas, respuestas. En definitiva, educación. Cualquier escuela, a final de trimestre, se transforma en un bullicio distinto, condicionado por la entrega de los boletines de notas (¿Discutible el uso, o abuso, de ellas? Ante la prioridad de preservar un derecho, no viene al caso pero lo recupero algún día).
En Talita Cum, Santiago anda algo enfurruñado: ha suspendido Matemáticas. Cursa cuarto de primaria, construye unos coches que ni Vettel y Senna (para poner uno de mi juventud) juntos, regala al mundo unos ojazos que todo lo observan, camina cada día casi seis quilómetros (a no ser que coincida con alguna ranchera todavía con un hueco, siempre lo hay, en la parte de atrás) y ayuda, y mucho, a su madre. Su padre, camerunés, desapareció un buen, o mal, día. Santiago fue (y es, pero la distancia escuece lo suyo) uno de los mejores amigos de Nil, con el que montaron prototipos de bólido, escalaron árboles varios y se reían de cosas incomprensibles (entre ellas, algunas palabrotas en fang que no sabría reproducir). Su hermano pequeño Charlis, pura vitalidad y sonrisa incorporada como perpetua, se está superando con unas notazas para enmarcar.
Y aunque eso de tener favoritos nunca hay que admitirlo, la de Lydia es Reina, una chica ya en sexto, una “curranta” de cuidado (casi cada día va a la finca de su familia cargando leña, piñas, bananas, yuca, cacahuete o lo que haga falta) y una alumna con un comportamiento ejemplar. Bueno, hasta que el tema se torció algo el curso pasado (sí, todo chico guineano pasa las mismas crisis de identidad, sobre su futuro, de rebeldía, de lo que sea, que todo chico español, neozelandés o argentino). Hasta tuvieron que expulsarla un tiempo, pero vuelve a ser la misma Reina de antes, con ganas, con esa mirada de indescriptible intensidad, y con unos aprobados que lucen lo suyo, la verdad.
Y así podríamos hablar de Juan, de Santos, de Perpetua, de Exu, de Raquelita. O, con el nombre fang, de Ndong, de Eyanga, de Oyana, de… En definitiva, nombres y apellidos a los que ofrecer una base, una oportunidad, clave para romper la transmisión intergeneracional de la pobreza, para alimentar un futuro.

Por cierto, en las fotos podéis ver el rostro que acompaña a alguno de esos nombres, con Charlis, Reina y Exu

miércoles, 13 de abril de 2011

Agua, luz, escuela




La ciudad de tierra roja, de bruma que envuelve en un círculo perfecto y vaporoso, de pies que se desplazan y de selva que serpentea hasta las mismas calles, ofrece una agradable sorpresa. En nuestra anterior estancia en Evinayong, conseguir agua era una odisea (para nosotros, claro, acostumbrados al grifo mágico que todo lo fluye), pero ahora Lydia puede atestiguar que, después de años de trabajos, todas las casas tienen acceso a agua a través de diferentes fuentes que evitan largas caminatas al río, esperas de lluvia para llenar bidones y esos equilibrios (para mí imposibles) de cargar pesados cubos en la cabeza con la facilidad de quien lleva un simple sombrero. Y lo mejor de todo, es que disminuye el estancamiento de agua en bidones (muchos ya viejos y oxidados), fuente ya no de vida y sí de enfermedades con una concentración elevada de mosquitos y amebas por litro cuadrado (bueno, seguro que eso no existe, pero hablar de metros líquidos siempre me ha parecido extraño. Y el pueblo de tierra roja y selva voraz resulta que también cuenta con una nueva instalación eléctrica (¿lugares en el mundo sin luz el 2011? Pues sí...). Eso sí, des de las seis y media de la tarde hasta la madrugada, cinco horas y media en un mundo donde unas pilas para la linterna son un lujo y un generador una utopía al alcance de pocos.
En la escuela Talita Cum el agua facilita el trabajo en la cocina (elaborar arroz cada día para 270 alumnos y lavar esos platos requiere mucha) y la higiene de los niños, con unas manos que tienden a acumular restos de colores, de tierra, de frutas arrancadas por el camino. Y las reuniones nocturnas en la iglesia bautista, en la misma escuela, ya no discurren en la penumbra de una bombilla renqueante con constantes amenazas de echarse a dormir si el combustible del generador escasea.
La comunicación de Lydia y Sara con el resto del mundo sigue siendo compleja, con poco acceso a internet (en toda la zona continental del país no hay) únicamente a través del satélite de un par de empresas (la coreana Hyundai y la francesa Sogea) que trabajan en la zona y al que tienen un acceso muy limitado (aunque muy de agradecer, qué caramba).
Otro cambio en Talita (gracias a la construcción hace unos meses de un nuevo módulo de madera) es que todos los niños y niñas, desde pre-escolar hasta sexto, pueden asistir juntos en el turno de mañana, sin tener que dividirse. Eso facilita mucho el trabajo del equipo de maestros. Y por la tarde, dos de ellos (Ambrosio y Diosdado) pueden llevar a cabo tareas de mantenimiento, además de recuperarse más horas para que la iglesia también pueda funcionar a diario, con reuniones de líderes, estudios, ensayos del grupo de alabanza y reuniones de oración, además de haberse recuperado el trabajo con otras comunidades pequeñas del interior (Engong, al pie del Monte Alen, y Eboafan, una especie de interior del interior camino ya de Gabón).
Pero la escuela, de madera azul y acogedora como dijimos en el anterior texto, quiere y puede cambiar más. ¿Cómo? Construyendo módulos ya de cemento. De momento, Sara está buscando presupuestos con empresas constructoras (escasas, pero las hay) para empezar este mismo mes, aunque por el momento los posibles presupuestos superan los recursos.
Alguien se preguntará si todo esto vale la pena. Bueno, la gran abolición del siglo XIX (en casi todo el mundo. Y reitero lo de "en casi") fue la de la esclavitud. Pero nos queda la de la pobreza, que sólo puede cambiar desde la base, con un desarrollo económico y social de las poblaciones. Y eso, empieza con la alfabetización, con la educación. Y como tituló Katarina Tomasevski (asesora en derecho a la educación en Naciones Unidas) en un libro, con el asalto a la educación.

viernes, 8 de abril de 2011

Blusa malva


El escritor húngaro Lajos Zilahy –de nombre tan cacofónico como impronunciable para mí- explica en su novela Los Dukay como la protagonista empieza a escribir un diario personal a los diez años. ¿Para contar qué? Impredecible. De hecho, su primera frase es: “Mademoiselle Barbier hoy se ha puesto una blusa de color malva”. A partir de entonces, el diario es una sucesión de vivencias y sensaciones, pero también de silencios (discretos silencios, dice el autor) y paréntesis. Incluso en momentos de hechos importantes, ese silencio puede estar latente, como los árboles que se olvidan de florecer o que, quizás, reposan mientras esperan misteriosas señales de la tormenta y de la tierra. ¿Guinea sigue ahí? Pues claro, acostumbrada a su habitual silencio, a su discreta presencia en el mundo, a su nula mención en los medios (solo lo hará cuando convulsione, cuando quizá sea demasiado tarde). Pero Guinea también tiene sus blusas malva. En Malabo (la capital oficial, en la isla de Bioko), los cacereños Dámaris y Julio llevan ya meses de trabajo en una ciudad de aspecto colonial y con aspiraciones urbanitas (no llegan a cuajar, ya que no deja de ser una capital pequeña), en una escuela que es un verdadero bullicio vital, con más de 700 alumnos. En Bata (la capital continental, menos urbanita y más centrada en alejar la voraz selva que quiere reconquistar toda la costa), José Luís Ansema, Florencia Ayecaba y sus cinco hijas (las cinco erres: Rebeca, Rut, Rode, Raquel y Rita) ya llevan meses trabajando en la iglesia bautista, cambiando la bruma del Monte Alen por las caricias del Atlántico. Y en Evinayong, la escuela Talita Cum aspira a dar otro salto más, a reconvertir sus módulos de madera (espléndidos, acogedores) por otros de obra (espléndidos, acogedores, pero más resistentes). Y Sara Marcos (a punto de cumplir diez años en el país) cuenta desde hace cinco días con un apoyo extra, al menos para este mes, ya que Lydia se ha trasladado a Guinea para dar un empujoncito al proyecto de construcción y para llevar a cabo algo de formación con el profesorado. Y yo, con la mente en Guinea pero con el cuerpo en Terrassa, pues recuperando el blog, el diario en reposo. ¿Tarea fácil? Bueno, teniendo en cuenta que en Evinayong (y desde hace un tiempo, ni en Bata) no hay internet, la cosa se complica. Y bueno, añadiendo el percance (habitual ya en el sector) de la pérdida de las dos maletas de Lydia en Casablanca (nada, dos maletitas de 24 quilos, que se quedan ahí agazapadas en un rincón y nunca más se supo), los intentos de ir aportando novedades, como que se complica. Pero Lydia llegó (gracias compañía aérea, algo es algo) y, total, en las maletas sólo iban cuatro fruslerías: medicamentos, regalos de la familia de Sara, batas para los maestros de Talita Cum, fotos, una carta de Nil para Santiago (su mejor amigo en la escuela) y un montón de camisetas de fútbol que nos regaló el Terrassa FC. Digamos que no es, precisamente, el típico neceser fácil de reemplazar. La primera intriga, pues, está servida: ¿Llegarán esas maletas a Bata en los próximos días?