lunes, 24 de septiembre de 2012

Historia de una tiza y un personaje verde. Escuela (3)...







Unos personajes que dicen que crecen y enfundados en uniforme verde y blanco cruzan cada día los patios de la escuela Buen Pastor. Van de las aulas de pre-escolar a la salida, pasando por delante de las aulas de primaria y secundaria. Y claro, la curiosidad puede. Uno de esos personajes verdes, hace unos días, desvió su camino para "colarse" en una de las aulas. Vacía. Con el eco todavía de decenas de voces entrelazándose. Con algún resto rebelde de punta de lápiz (perdón, lapicero en Guinea) dibujando un extraño volcán de cráter azul o verde y ladera así como...como lapicera, claro. Pues bien, ese personaje verde fijó su vista en un cachito diminuto, casi invisible, de tiza en el suelo. Tiza blanca. Tiza escuela. Tiza pizarra. Tiza fecha. Tiza nombre de los que hoy no han venido. Tiza del día, ya sea soleado, ya sea nublado. Tiza de la de toda la vida. En plena era de pizarras digitales, el personaje verde que lleva semana y poco en la escuela (y sin haber, todavía, experimentado el roce de la tiza en el encerado) se adentró en la selva clase, sin machete, para recoger su particular Eldorado, su tesoro . Tampoco crean que al verse sorprendido huyera despavorido o saltando hacia algún acantilado imposible como Jack Sparrow. Para nada. “Quiero escribir mi nombre”, dijo. “¿Pero tú sabes?”, pregunté. “Mmmm...no”. “¿Qué tal si me lo dices, lo escribo y tu lo copias?”. Y me lo djo. Y lo copió. Y resulta que el personaje verde (diluido entre otros personajes verdes) ya tiene nombre. José Antonio. Aunque él escriba Iovi. Debe ser en el idioma de los personajes verdes.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Escuela (2) Diferentes, afortunadamente...





Cuando uno está solo consigo mismo, aislado, encerrado en su burbuja, resulta que todos tenemos el mismo nivel en cualquier área que queramos inventar. Yo juego a fútbol igual de bien (o de mal, mejor dicho) que yo mismo; cocino igual que yo mismo; diseño naves espaciales igual que yo mismo; leo igual que yo mismo, o compongo fugas barrocas (¿eso existirá?) igual que yo mismo. El "problema" (así, entrecomillado como queriendo decir que, en el fondo, no es un problema, pero bueno...) es cuando me junto con alguien más, ya que casi seguro que juega, cocina, diseña o compone mejor que yo. En lo de leer, igual empatamos. Y cuando se trata de un grupo, las diferencias ya son de esas multicolor. Así digo (como diría un guineano). Y eso, claro, pasa en una clase escolar, donde los ritmos, las capacidades, las posibilidades, los niveles de atención, los problemas de aprendizaje, lo que sea, son distintos. Y ahí, empieza la tarea de detectar, de asegurar puntos de apoyo a los que se van diluyendo en las aguas del famoso grupo clase. Afortunadamente, dijo alguien, todos somos distintos. Y, afortunadamente, existen niños como Alexia, como Denise, como Marcos, como Catalina, como Eugenia, como...

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Escuela. Y activa...(1)





Borges, quizá ya pensando en su impostor inverosímil o en senderos que se bifurcan, dijo en una ocasión que a los cinco años “mis padres interrumpieron mi educación para mandarme a la escuela”. De acuerdo, no hay que caer en el error de poner la escolaridad al servicio único del sistema productivo (que de eso hay, vaya), pero sí que podemos defenderla entendida como un derecho, más que como un deber. Supongamos que esto empieza a sonar a panfleto, a folleto provisto de memorias y de pasados gloriosos, pero habrá que salir del embrollo. Educar como proceso liberador, defendía Paulo Freire (pedagogo brasileño). Eso ya suena mejor. Si le añadimos creatividad, igualdad de oportunidades y futuro, la mezcla ya va tomando una consistencia de esas más apetitosas. El mismo Borges habla en un poema de dos desconocidos, que hubieran sido amigos, enterrados juntos por su admiración cruzada hacia Conrad o hacia el Quijote. Bueno vale, Borges hubiera tenido suficiente con aprender en casa, pero si de paso podemos ofrecer algo más, a por ello. El lunes empezó el curso escolar en Guinea Ecuatorial. Y como todo lunes escolar que se precie, las calles se llenaron de niños, niñas y jóvenes uniformados de blanco, de verde, de rojo o de cuadraditos, un mosaico de colores dirigiéndose a clase. Que sí, que el sistema educativo guineano es todavía joven, inexperto y con necesidades, pero va dejando de serlo, que para eso existe el paso del tiempo y la formación. Que sí, que hace no demasiados años ni tan sólo se consideraba necesario que los menores de diez años aprendieran demasiado, más allá de lo que la imprescindible sabiduría popular (y más en un país plagado de lenguas de tradición oral) les regalara en las largas noches que empiezan a las seis de la tarde al lado de una lámpara de bosque.
En la escuela Buen Pastor de Malabo, casi 700 de esos uniformados personajes, desde los rostros todavía desubicados de pre-escolar a los ya afianzados de Bachillerato, ya están en eso que Josefina Aldecoa definía como “avanzar, vibrar, aprender”. Y ese, es el verdadero milagro de esta profesión...

domingo, 16 de septiembre de 2012

Nil, claro





Nil suele poner caras extrañas a la hora de mirar a cámara, aunque en alguna valiosa excepción se limita a eso, a mirar. Nil suele repetir que no ha llegado a Guinea hasta que está en Evinayong, como el que no cree que ha llegado a su ciudad hasta que se encuentra en casa. En Evinayong, de hecho, ha pasado ya cinco meses de su vida; y eso, en 12 años, es un porcentaje de peso. Pero los vínculos no se miden por el tiempo, y él lo hace por vivencias. Por horas en la selva o la ciudad hasta que la noche avisa que ya, que se acabó la jornada. Por la formación diaria antes de entrar a clase (y con canto del himno guineano incluido, un himno que suele tararear, sin darse cuenta, en otros momentos). Por las aventurillas que, al más puro estilo Tom Sawyer, puede contar acerca de machetes, serpientes, árboles, chinos, coches cargados hasta los topes, niños, niños y más niños. Por la ausencia de internet y televisión, que hasta la encuentra terapéutica y todo. Por las amistades. Por su tocayo Nil, que a sus tres años apunta maneras. Por historias al lado del río sobre sirenas que se esconden en los recodos. Por coches de médula de caña. Por vivir. Por cañas de azúcar que matan el hambre durante el día. Por todo eso, vaya.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Esperanza y Alia




La contrastada y mezclada Malabo obliga a pensar en la lejana Evinayong (que si hay que ir que hasta el continente, que después unas horas de camino hacia el interior, y todo eso) como en otra Guinea dentro de Guinea. ¿Cuál es la real? Tampoco sé que importancia tiene eso, pero cada ciudad, cada poblado, cada rinconcito donde uno ha depositado parte de su tiempo y hasta de su mirada, adopta rostros distintos, nombres que espera ya nunca más borrar de su mente. Esperanza y Alia son dos de esos nombres y rostros. La primera, esboza una sonrisa de vez en cuando. La segunda, deja de hacerlo de vez en cuando. Esperanza carga a sus hijos Lydia y Wilsi con pericia de prestidigitadora. Y a Alia le interesa hablar de literatura, con curiosa curiosidad, si es que esa redundancia absurda se permite. Esperanza suele mirar hacia la nada, aunque no se da cuenta. Alia suele bajar la mirada. Y así...

lunes, 10 de septiembre de 2012

Calles dentro de calles



Quizá parezca que no se ponen de acuerdo. Cuando Javier Simpampa abre los ojos, Elías Ebulabaté los cierra. Que sí, que no deja de ser ese fragmento efímero de vida cuando el párpado decide que hay que bajar, imperceptible. Javier y Elías conocen las calles de Malabo. O mejor dicho, conocen las calles dentro de las calles de Malabo. Conocen los mares de barro y los mares de tierra, afluentes de las vías principales, de eso que llaman la ciudad contrastada. Y las recorren, las corren, las pisan, las repisan. De igual manera, conocen cada vida de todos los jóvenes de la iglesia bautista de Malabo. Las suyas propias, puro testimonio. Sus ojos, acostumbrados a adentrarse en calles dentro de calles, a afluentes poco iluminados, pero que una vez se sabe el camino tampoco hace falta. Semu, Ela Nguema, Campo Yaoundé o Los Ángeles. El nombre del barrio, como que poco importa. En cada uno de ellos las conversaciones se van entrelazando como los mismos cables de luz que amenazan con mantenerse; en todos se respira el ambiente de mercado, de mamás vendiendo pasta de cacahuete o fruta, de alitas de pollo asándose tan tranquilas en una pequeña parrilla, y también en todos la vida parece detenerse para adaptar la vista a la luz de una lámpara de bosque. Quizá es por eso que uno cierra los ojos cuando el otro los abre. No sé.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Cuentan que hay un volcán





Cuentan que ahí hay un volcán que, de vez en cuando, se asoma. El Basilé. Cuentan que, una vez, los más ancianos del lugar decían que se lo habían llevado. Cuentan que, en realidad, no existe. Cuentan que esa bufanda de nubes eternas, tejida de forma clandestina, no es más que un dibujo en el cielo, una fábula, una pincelada imaginada. Cuentan que se vio a alguien armando el volcán con sus propias manos, llevando tablas, chapas, nipas y hasta algunos clavos. Y pintura, claro. Cuentan que, desde entonces, nadie ha subido, nadie ha asomado la cabeza a su cráter, nadie ha jugado a crear eco con su voz. Cuentan que el volcán, que vacila con cada tormenta que atrae, se dedica a vigilar a los habitantes de Malabo y hasta de media isla de Bioko, de su tierra roja y negra. Vigila en silencio, en penumbra, entre la niebla, bajo ese manto plomizo y gris cobalto que se fusiona con el horizonte del mar. Cuentan que algunos barcos cargueros sólo están allí para señalar la frontera. Y cuentan que con su hermana gemela, el volcán Victoria en Camerún, pasó algo parecido. Pero esa ya es otra historia.

martes, 4 de septiembre de 2012

Margarita: ser sal y ser luz...





Margarita está. Siempre está. Aunque parece que no. Aunque su mirada, tímida y con un deje de aparente tristeza, indique que se encuentra en otro lugar. Pero está. Aunque hablando con ella uno tenga la impresión que su mente navega por tierras lejanas, escondidas. Pero está. Margarita es maestra de primer curso en la escuela Talita Cum de Evinayong. Y es una gran maestra. Creativa, activa, didáctica y paciente. Su curso es, sin duda, el más difícil, el de la transición del pre-escolar a la primaria, de la zona de comodidad de ser un niño pequeño a tener que aprender a leer y escribir. Y Margarita no se conforma con esa lectura que consiste en descifrar esos códigos que llamamos letras. Ella pelea para que sus alumnos lean, disfruten leyendo, entiendan lo que leen. La pequeña biblioteca de la escuela la conoce palmo a palmo, y no es extraño encontrarla sentada en el suelo y con una pila de libros a su lado, donde encontrar historias, fichas, cuentos. Recursos, al fin y al cabo. Recursos que en la iglesia también le sirven para ser sal, para ser luz, para ser un testimonio constante con su vida.
Hay quien echa en falta a la gente más abierta y que todo lo llena con su presencia. Está bien. Yo suelo echar en falta a la más discreta, a la que parece que no pero resulta que sí, a la que desafía supuestos códigos basados en apariencias que, a menudo, se diluyen en la niebla. En Malabo (llevo ya semana y media en la escuela El Buen Pastor) el ritmo es otro, en una ciudad de ritmo africano (en todos los sentidos) y mezcla de bubis, fang, kombes, criollos y con el pidgin (esa mezcolanza de inglés con español y lenguas locales) como lengua tan común como el castellano. Ese ritmo que todo lo engulle dificulta parar a pensar en aquellos a los que uno echa en falta. Hablar un rato por teléfono con Lydia y Nil es un lujo que algo lo calma. Pero ver la escuela y la iglesia de Malabo es pensar rápidamente en Margarita y en cómo ella organizaría esa clase de primero, cómo iría conociendo niño por niño, cómo seguiría siendo el mejor testimonio del mundo.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Ser mayor, ser sabio





La etiqueta de Tercera Edad (no sé por qué lo escribo en mayúsculas) o de vejez la suelo asociar a olvido, a llegar a una frontera en que la edad es como una barrera. En Guinea, ser mayor equivale a ciencia de ancianos para allanar el futuro, a sabiduría, a respeto, a prioridad. Las pieles resquebrajadas, gastadas por el tiempo y el trabajo, no se apartan. Cada pliegue puede ser una respuesta, un cuento cuando el sol, sin avisar ni nada, desaparece para bajar el telón de la oscuridad. Cada año de más es ventaja que se toma ante los jóvenes presos de la inconsciencia, de la impunidad de la ignorancia.