El océano, tímido y descarado a la vez, redibuja el
perfil de Guinea Ecuatorial con las mareas, caricias de mar que dejan al
descubierto una sinfonía de texturas y colores, de grises cobalto y azules que
huyen, de verdes intensos y negros ébano. A primera hora de la mañana (pongamos
entre las 7 y las 8, esa indefinida y usada “mañanita” guineana), los
pescadores combe regresan con su botín. Pueden pasar una o varias noches en el mar,
pescando y durmiendo en un cayuco que, una vez varado, nos parecerá casi un
objeto gigante de artesanía, un tronco vaciado y trabajado para armar uno de los
más resistentes botes que existen, esos que relacionamos con exhaustas llegadas
a fronteras de blancos. En ese botín, la joya más preciada es el colorado, un
pez enfundado en oro rosáceo y que parece haber arrancado algo del brillo del
Atlántico. Entre cayucos y en la arena se improvisa una lonja que ni siquiera
llega a subasta. No tiene tiempo. Un grupo de mujeres da buena cuenta de las
piezas, para revenderlas frescas en puestos callejeros y en mercados o para
secarlas y transformarlas en lingotes ahumados.
com si estiguñes allà, gràcies per descriure l'ambient!
ResponderEliminarGràcies!Descriure allò que es veu i es viu sempre és un repte, i més quan la tecnologia no sempre és una aliada. Però s'intenta. Quan torni ja pactem quedada!!!
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