domingo, 6 de diciembre de 2009

Semana 11. José Hierro


Hace tiempo, tampoco tanto, descubrí (y me rendí) a la poesía de Panero y a la de García Montero. Dos locos (y aquí pongan el sentido más o menos literal que quieran y lo menos despectivo que puedan) ribeteados de dejes de cordura, dos escritores que hacen que uno piense (pondré la excusa de la envidia sana) aquello de “este texto me gustaría haberlo escrito yo”. En la biblioteca de la escuela de Evinayong, algunas cajas –con el destinatario escrito a mano- esconden libros aún por clasificar. Se hace muuuy difícil pasar ante ellas y no arrancar el precinto para husmear. En los últimos días han surgido de ahí libros de Enid Blyton (nunca supe si era nombre de hombre o de mujer, por lo que nunca le puse rostro como a otros autores), varios Hollister (lo siento, pero yo era incondicional de Los Cinco de Blyton), tomos de Grandes Aventuras (o sea, la versión en cómic de Ben-Hur, de Tom Sawyer (!!!!!!), de Rob Roy y de varias de Verne, plagadas de monstruos, viajes estelares, aventuras marinas y varias joyas más), algún Quijote y Manolito Gafotas (dos antihéroes más cercanos de lo que pueda parecer) y hasta (lagrimilla) ejemplares de cómics (tebeos, mejor dicho) como el DDT, el Zipi y Zape, el Tío Vivo o el Mortadelo, donde afloran recuerdos de infancia gracias a Pepe Gotera, Benito Boniato, la familia Trapisonda, Don Pío, Anacleto, El inspector O’Jal, Las hermanas Gilda, Doña Tecla Bisturín y, guardo mis favoritos para el final, Superlópez (¡ese croissant pedido medio en sueños al vendedor de billetes del metro!) y Sir Tim O’Theo (¿hace una pinta en El Ave Turuta, querido Patson?). Pero vuelvo al tema de abrir cajas: una de ellas contenía una veintena de ejemplares de un mismo libro, el Cuaderno de Nueva York de José Hierro. Conocía, sí, su rostro agrietado, su mirada dura y su aire de poeta como demasiado clásico, como demasiado arrastrado por tics machadianos. Pero no. Tomé un ejemplar de esos cuadernos y descubrí el anhelado nombre que me faltaba para cerrar la trilogía. Hierro equivale a poemas que son cuentos, poesía que es prosa (¿o era al revés?), vaivenes con la palabra, dominada hasta tal extremo que, en un mismo día, leer cualquier otra cosa hasta parece sacrílego. Y no digamos ya sobre ponerme a escribir…aunque escribir, para mi, es como un tic, una necesidad, un impulso diario tan básico como el respirar o el comer (de hecho, hasta más, ya que más de un mediodía laboral lo había dedicado a escribir, olvidándome de llevarme nada a la barriga). A menudo una serie de palabras se agolpan en la cabeza y deciden organizarse por libre, dándose forma, moldeando algo todavía impreciso. Y debo recogerlo, ordenarlo (cuesta lo suyo, la verdad) y plasmarlo en papel antes de que huya, ya sea en un cuaderno, una servilleta de bar o un tiquet de la compra (sí, sirve para algo más que para leer el nombre de la cajera que nos ha atendido). Escribir nunca puede ser una obligación (¡qué tortura!) ni una frivolidad (y mucho menos para poder decir eso de “hala, ya he escrito un libro” y abandonar después el hábito del teclado, la pluma o lo que se tercie). Escribir es deshechar, es llenar páginas que nunca verán la luz y acabarán en el fondo de ese famoso cajón de todo escritor. Escribir no es planificar que se quiere escribir sin haber escrito nunca (es como querer coronar el Everest sin salir nunca a la montaña), sin tener una dosis de tinta circulando por las venas. Durante este tiempo guineano pensé en no dedicar demasiado tiempo a escribir (la prioridad es otra), pero esas malditas palabras no entienden eso y siguen agolpándose sin parar, como el péndulo y el corazón delator de Poe, como los cronopios de Cortázar, como la ballena blanca, como la sabiduría de los salmos bíblicos, como la belleza vaya, que cantaba Aute. En estos tiempos guineanos, un personaje (como el enigmático X que Graham Greene describe en una leprosería congoleña en su En busca de un personaje, otro libro delicioso encontrado en Evinayong) me ronda en silencio, entre la penumbra y salta a traición. No tiene nombre, pero ya se va perfilando. Para intentar olvidarle, vuelvo a José Hierro, y ahí es cuando cualquier nuevo intento de escribir obliga a pedir perdón. Y eso hago.

    No hay comentarios:

    Publicar un comentario