domingo, 1 de noviembre de 2009

Semana 6. Hospital. Sanidad. Higiene.

Un cartel de madera (que parece escapado de un episodio del Correcaminos o de los que anunciaba los pueblos de Lucky Luke estilo Tortilla Gulch, 145 habitantes) indica con letra escrita a mano (como buena parte de los rótulos del país) el camino que sube hacia el Hospital Provincial Bonifacio Ondó. Como si se tratara de un castillo medieval, el edificio corona la ciudad entera de Evinayong, vigila el valle y parece otear el horizonte en busca de intrusos. Al lado de la entrada principal nos recibe una ambulancia abandonada, sin ruedas ni piezas ya útiles, a pesar de que el edificio, muy reformado, ofrece una imagen bastante moderna, nada que ver con los modestos puestos de salud que se encuentran en algunos poblados a lo largo de la carretera. Pero es eso, una imagen. En su interior, el más absoluto vacío preside la mayoría de salas, despachos y estancias. Los recursos son prácticamente nulos y, de hecho, la familia de cualquier ingresado (actualmente sólo se acepta a niños, la mayoría con paludismo, tifoideas y, a pesar de las pocas estadísticas, algunos con sida) debe traerse sus propias sábanas y sus medicamentos; el hospital tan sólo se encarga de suministrarlos mediante el sistema de gotero. Entramos para visitar a Raquel (la hija pequeña de Florencia y José Luis), que tiene paludismo, en una sala donde conviven unas diez camas. En todas, la misma imagen: un niño conectado a un gotero y una madre estirada a su lado, agotada por las muchas horas (o días) que llevan ingresados, pendiente de que la vía esté bien conectada al niño y de que éste no llore de hambre, de cansancio o de dolor (la mezcla de antibiótico, quinina y otros medicamentos puede ser más que molesta). Los pocos empleados del centro cumplen su función sin un entusiasmo excesivo, aunque algunos doctores sí que muestran, a pesar de la falta de recursos, una actitud positiva para atender las consultas. En tres días, Raquel se recuperó.
La cultura fang (recordemos que es la mayoritaria del país, con más del 80% de guineanos, aunque no la única) considera la enfermedad como un desequilibrio relacionado no sólo con una cuestión física, sinó también con una espiritual. Tradicionalmente, los guineanos han acudido (y todavía lo hacen) a las llamadas curanderías. Mi desconocimiento sobre el tema pude conducirme a algún más que seguro patinazo, pero por lo que me han contado sobre estos lugares, considero que, de entrada, hay que tener un gran respeto por todo lo que tiene que ver con la cultura (aunque no siempre debe justificarlo todo, que conste) de un pueblo, el fang en este caso. Si el concepto de curandero se relaciona con el conocimiento ancestral de hierbas y medicinas naturales, nada que objetar, aunque mis dudas surgen a partir del momento en que se mezcla con brujería y fetichismo. Sé que me estoy metiendo en un jardín de esos de ramaje espeso y salida difícil, pero todos sabemos como, en el caso de España, no faltan charlatanes de feria que abusan de la buena fe de la gente (no hay más que ver los cutre espacios televisivos de madrugada, o ya durante el resto del día, sobre tarot, lectura del poso del café o de las pinzas de tender la ropa. Lo que sea, vaya, para embaucar). Y de charlatanes vendederos de falso crecepelo los hay en todas partes, escudados en ocasiones en el paraguas de la (supuesta) cultura. No se trata de imponer la medicina convencional (tal como la entendemos los occidentales) sin más, ya que tampoco es perfecta y está condicionada por la escasez de material que llega a África, por el precio de los medicamentos (las grandes multinacionales todavía no han hecho los deberes en este capítulo) y por la precaria situación de la mayoría de centros sanitarios (los que se salvan de la quema, privados al 100%, no están al alcance de la mayoría de la población). Se trata de conseguir un equilibrio entre ambas propuestas y de facilitar, aspecto básico, el acceso a información y formación sobre el primer gran aliado de la salud: la higiene. La semana pasada asistimos (y creo que debemos ser de los pocos blancos en haberlo hecho nunca en Guinea) a unas reuniones de profesores de Evinayong con la presencia del Inspector General de Educación de Guinea y del Gobernador de la provincia Centro-Sur; una de las reivindicaciones que surgió por parte del Gobierno hacia las escuelas fue que todas tuvieran letrina propia. Parece una obviedad, pero tan sólo tres centros de la localidad cuentan con una (entre ellas, suspiro de alivio entre los lectores, la nuestra, Talita Cum), por lo que no cuesta imaginar como los alumnos aplican esa máxima de que el bosque (la selva en este caso) es el lavabo más grande del mundo. No se trata de frivolizar, ni mucho menos, pero sí de reclamar eso, formación e información, y de recordar que el gran avance médico del siglo XX no fue ni la penicilina, ni los primeros transplantes, ni los rayos X, ni nada parecido. Fue la implantación de la higiene como hábito. O sea, que lo repetimos: formación e información.

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