domingo, 22 de noviembre de 2009

Semana 8. La reina de la selva






Lydia, Nil y yo acompañamos a Reina, una alumna de la escuela, a su finca, a su terreno en mitad de la selva donde, desafiando el apetito intenso de ese bosque que no para de moverse, su familia cuenta con un terreno de árboles decapitados y terreno cultivado con cacahuetes que dormitan bajo el suelo, bananas, malanga, caña de azúcar, tubérculo y yuca, entre otras variedades que mis ojos urbanitas no distinguen. Reina, machete en mano, se abre camino en unos caminos que, como las fauces de una planta carnivora, parecen cerrarse de nuevo, como con disimulo, cuando alguien acaba de pasar. En algún punto incluso desaparece cualquier atisbo de camino y entiendo aquello que suele pasar a los ingenuos que, en las películas, se adentran en la selva sin conocerla: se pierden. En apenas unos metros me equivoco de ruta al volver (suerte que Reina sabe reconocer como deshacer cada paso dado), ya que me resulta imposible encontrar puntos de referencia más allá de algún claro. Intentar tomar fotografías (mi modesta pero fiel Pentax sigue ahí) en ese entorno es complejo, como querer tomar una imagen dentro de un túnel; abundancia, frondosidad, lianas, un suelo que cruje y que parece tener vida propia, sonidos de animales invisibles, como quejumbrosos o necesitados de esa banda sonora para no dejar de ser selva, que todo bosque tiene su orgullo y un pedigrí que mantener en los libros de geografía y en los adictivos atlas.
Imagino seres informes que no veo, ni siquiera intuyo por donde reptan, cavan o saltan. Pero los oigo. Cuando me detengo para revisar la cámara y mis acompañantes ganan terreno, esos sonidos –incluso de día– inquietan, para que voy a intentar engañar a nadie con ínfulas de aventurero, y acelero de nuevo el paso como no queriendo reconocer que no me quiero quedar solo y comprobar cuál es el efecto real de esa música en mis temores, esos agazapados que pueden surgir sin avisar ni nada, los muy canallas. Reina, en cambio, se adentra entre la espesura varias veces a la semana, ya sea acompañada por su abuela o sola, sin asomo de temor y capaz de distinguir donde crece cada alimento, cuando es el momento de recogerlo y toda esa sabiduría tan “de pagès” (la expresión catalana me suena más cercana a lo que quiero decir) que a mi, incapaz de distinguir casi un olmo de un pino, me falta. Esa sabiduría se transmite de una generación a otra, cuando una mano cansada ya no puede seguir dando machetazos o cargando con la cesta (el nkueiñ) para transportar quilos, ya sean de caña o de leña o, también, de anhelos y sueños tan agazapados como esos temores (los míos, claro) que querían saltar como muelles ante mi (casi) soledad selvática.

    2 comentarios:

    1. hola, Nil, som l'Elisabet i la Marta!
      Ens agrada molt el teu paraigües!
      Que ens emportaràs un quan tornis?

      un petó

      ResponderEliminar
    2. Por fin encontre entre los correos la dirección de vuestro blog y me ha encantado veros tan felices. Las fotos son preciosas. Nil: Elena, Vega y Marcos se acuerdan siempre de ti. Besos desde Salamanca. Ruth

      ResponderEliminar