domingo, 8 de noviembre de 2009

Semana 7. Fantasía






Gianni Rodari (periodista y pedagogo italiano y uno de mis nombres de cabecera) decía que la imaginación y la fantasía deben tener un papel preeminente en la enseñanza, para que la palabra cumpla con su virtud liberadora. Y reiteraba que “no para que todos sean artistas, sino para que nadie sea esclavo”. Uno de los puntos en que más insisto con los profesores de Talita Cum, más allá de aspectos didácticos y de formación digamos esencial, es que fomenten la creatividad de los alumnos, que creen espacios para que pueda fluir con mucha más libertad que la que habitualmente conceden los muros de la escuela. También es cierto que escribo esto el día siguiente de haber visto (conseguir una memoria plagada de películas se agradece) el film Los 400 golpes de Truffaut, una de esas historias que vi hace años y que ya me impactó, pero que ahora recobra un interés especial: por si no la conocéis, narra la historia de un chico en un París en blanco y negro y de su relación con una familia que se desmorona y con una escuela que impone a través del miedo, la amenaza, la rigidez y prácticamente la dictadura más absoluta. Castigado por un delito no cometido en clase, el niño escribe un poema en el frío muro de su centro y decide abrir su mente más allá de esa escuela de profesor tirano y dirección que sólo sirve pasa sancionar. El niño huye de la escuela para descubrir la amistad, las sesiones de cine con pelis de chinos y hasta a Balzac, en el que se zambulle con tanta pasión que le acaba creando un altar y todo. En mi caso, cuando era alumno viví esa sensación de poder dar rienda suelta a la creatividad en contadas ocasiones, con unos pocos (muy pocos) profesores, pero unos muy pocos de los que guardo el recuerdo de haber sido los mejores. “La imaginación es un acto, no una cosa”, se ve que dijo Sartre, aunque algunos maestros guineanos siguen algo cohibidos a la hora de fomentarla. Pero cuando lo hacen, los resultados son espectaculares. En un entorno donde los recursos digamos que escasean, una vez tras otra les recuerdo que el mejor recurso son ellos mismos, con su capacidad para inventar y pergeñar (verbo que nunca uso, pero que el amigo, y hasta mejor escritor, Dani Jándula me ha hecho recuperar). Y los resultados han sido inmediatos: un mapa de África fabricado con arena, balones que se convierten en planetas, operaciones matemáticas con pipas de calabaza y, lo mejor de todo, niños que escriben y que descubren que pueden, y saben, escribir, crear, fantasear. No voy a reproducir las más de cien historias que guardo como oro en paño y que encargué a los alumnos de cuarto, quinto y sexto, a pesar de las caras de extrañeza de algunos cuando se las pedí: sus bolígrafos empezaron tímidos, dubitativos, con las clásicas miradas hacia ninguna parte como esperando el paso de esa musa rebelde, pero tengo en mi poder más de cien textos, más de cien historias (la mayoría provenientes de la rica cultura de cuentos fang, una lengua sin gramática y de tradición básicamente oral) sobre tortugas, tigres, liebres, cucarachas, libélulas, ratones y vecinos en poblados medio perdidos. Y sobre traciones, engaños, artimañas, pactos, ayudas, deseos, anhelos, pérdidas, vida y muerte.

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